PEDIR LA MANO
Esa vieja costumbre.
En su mansión, Ernestino se deleita contemplando la colección peculiar en una sala privada, un domingo de primavera.
Desde la planta alta tengo mayor amplitud para mirar a nuestras niñas. Se dice. Sube y por una de las ventanas observa a las doncellas cruzando la plaza para ir a misa.
Engalanadas con su mejor atuendo, caminan despacio y sin pausas, miran el ladrillo partido del sendero rojizo, caminan casi conteniéndose de oler los primeros brotes primaverales, muy pocas van calzadas y todas con un silencio que llega a la ventana del primer piso. Las doncellas cubren su cabeza con una mantilla y llevan una manga más estirada.
Después de bañarse Ernestino recorta el bigote gris de canas. Se viste con uno de los mejores trajes que rocía con perfume.
-Señor, llegaron las flores.
-Pase Matilde, apóyelas ahí.
-¿Las pongo en agua?
-No Matilde gracias, siga con la comida.
-Como usted diga señor.
Ernestino toma el ramo de rosas rojas encargadas a la mejor florería de Caroya y sale decidido. Caroya es el pueblo más pequeño de Tilingrado.
A las tres cuadras toca el timbre, entre rejas negras y ladridos.
-Buenos días Don Carlos, ¿cómo está usted?
-Muy bien gracias a Dios Ernestino, ¿qué te trae por acá?
Don Carlos sabe de antemano la respuesta que no quiere escuchar.
-¡Mire Don Carlos! es algo bien personal y en absoluto mal intencionado.
Hace diecisiete años que la gente de Caroya, un pueblo que no llega a los trescientos habitantes, mira a Ernestino de reojo por su morbosa desfachatez.
-Por favor Don Carlos, entregue estas flores a Cristina de mi parte. Don Carlos toma el ramo de rosas. Usted sabe muy bien que desde que nació su hija, y justamente hoy se cumplen diecisiete años, deseo pedir la mano de Cristina.
-Ajá...
-Llegó el momento.
-Bien...
-Lo hago con todo respeto y deleite, usted conoce mi buena posición.
Don Carlos acepta sin el menor convencimiento, sabe que sea cuál fuera su respuesta, o la de Cristina, Ernestino logrará su voluntad a costa de cualquier artimaña legal, con la ley que pasa por su despacho oficial.
En su residencia Ernestino recibe las primeras heladas del otoño. Solo, como vivió los últimos cuarenta años, bebe un wisky y agrega leña al hogar.
-Acá tiene su té de canela señor.
-Gracias Matilde. La criada apoya el té junto al White Horse.
Ernestino, con el posillo en la mano, se asoma por una de las ventanas y observa a las hermosas doncellas. Jóvenes algunas, otras no tan lindas, y la mayoría ni tan jóvenes ni doncellas, cruzan la plaza para ir a misa, con la mantilla en la cabeza y una manga más larga, como escondiendo alguna vergüenza.
Ernestino bebe su té y gira la cabeza hacia el interior de la sala, se deleita contemplando la vitrina con sus trofeos. La sonrisa le traspasa el bigote cuando observa el sitio de privilegio, se espacio que fuera ocupado hace unos meses. Un lugar que permaneció diecisiete años esperando.
En el centro de la vitrina, rodeada de cientos de manos embalsamadas, se luce la mano de Cristina.
Hugo 06